viernes, 12 de febrero de 2016

El tren de las dos Españas

Eran algo más de las nueve de la mañana. Un estudiante barcelonés viajaba sentado en un tren. Iba camino de clase. Estaba en ese trance entre el sueño y la vida en que todo es real pero imperceptible. No sabía cuántas paradas quedaban para la suya; confiaba en su instinto.

Un golpe lo sacó del letargo. Su cabeza había chocado contra el enchufe del tren. Putos trenes nuevos, quién pondría el enchufe a la altura de la sien. Mientras se tocaba la zona dañada en busca de sangre, se percató de algo. Tenía enfrente una metáfora maravillosa.

A la izquierda, el prototipo de mujer independentista de mediana edad. Una señora vestida de Quechua de los pies a la cabeza. Botas de montaña, pantalón de pana, forro polar y chaqueta gruesa. Cabello grisáceo y descuidado. Gafas con cordel. No iba de excursión al monte. Estaba en un tren de la urbe, leyendo y escribiendo whatsapps con un solo dedo. Llevaba en la mochila una chapa de Junts pel sí.

A la derecha, la típica groupie cincuentona de Albert Rivera. Pelo teñido de un rubio sobrio, rostro inundado por el bótox, chaqueta de piel y bolso Louis Vuitton. Una señora que siempre se ruborizó al decir que votaba al Partido Popular y que ahora grita a los cuatro vientos que apoya a Ciudadanos. Porque es derecha igual, pero no huele a moho.

Mientras el estudiante se recreaba imaginando este mismo texto, la realidad superó a la ficción. En un cruce de piernas, la groupie de Ciudadanos posó la suela de su zapato contra el pantalón de la votante de Junts pel sí. Fue sin querer.

           —Lo siento.

           —No passa res.


Hubo una sonrisa por cada lado. Nada más. Porque los bandos no están en las trincheras, sino en los puestos de mando.