Eran algo más de las nueve de la mañana. Un estudiante barcelonés viajaba sentado en un tren. Iba camino
de clase. Estaba en ese trance entre el sueño y la vida en que todo es real pero imperceptible. No sabía cuántas
paradas quedaban para la suya; confiaba en su instinto.
Un golpe lo sacó del letargo. Su cabeza había
chocado contra el enchufe del tren. Putos trenes nuevos, quién pondría el
enchufe a la altura de la sien. Mientras se tocaba la zona dañada en busca de
sangre, se percató de algo. Tenía enfrente una metáfora maravillosa.
A la izquierda, el prototipo de mujer independentista de
mediana edad. Una señora vestida de Quechua de los pies a la cabeza. Botas de
montaña, pantalón de pana, forro polar y chaqueta gruesa. Cabello grisáceo y
descuidado. Gafas con cordel. No iba de excursión al monte. Estaba en un tren
de la urbe, leyendo y escribiendo whatsapps con un solo dedo. Llevaba en la
mochila una chapa de Junts pel sí.
A la derecha, la típica groupie
cincuentona de Albert Rivera. Pelo teñido de un rubio sobrio, rostro inundado
por el bótox, chaqueta de piel y bolso Louis Vuitton. Una señora que siempre se
ruborizó al decir que votaba al Partido Popular y que ahora grita a los cuatro
vientos que apoya a Ciudadanos. Porque es derecha igual, pero no huele a moho.
Mientras el estudiante se recreaba imaginando este mismo
texto, la realidad superó a la ficción. En un cruce de piernas, la groupie de Ciudadanos posó la suela de
su zapato contra el pantalón de la votante de Junts pel sí. Fue sin querer.
—Lo siento.
—No passa
res.
Hubo una sonrisa por cada lado. Nada más. Porque los bandos
no están en las trincheras, sino en los puestos de mando.