Los días que estaba triste en Barcelona solía leer a Larra
antes de acostarme. Lo hacía porque descubrí que lo que ese señor contó de la
España del siglo XIX me sacaba una sonrisa. Mi realidad, mi España de aquellas
noches, no era muy diferente a la que Larra escribió: Larra hablaba de
situaciones extrapolables a las mías y los personajes rara vez no encontraban
asociación en mi cerebro. Esas similitudes de vivencia y pensamiento hicieron
que, de algún modo, Larra actuara como portavoz de mi frustración: lo que yo
pensaba lo decía él mejor. Me fascinaba que Larra hiciera convivir en su queja
el alivio y la condena: bendita mi serenidad que no depende de la de ahí fuera,
maldita mi serenidad que me lleva al desasosiego con todo lo que no está dentro.
Dejé el libro de Larra en Barcelona y moví mi mundo a
Birmingham. No dejé a Larra en casa por pensar que aquí no conocería a veces la
frustración, sino para hacer más evidente el cambio de escenario. Suponía que
despojarme de los rituales que emocionalmente me unían a casa me ayudaría a
adaptarme a mi nueva situación. Pero resulta que no: escuchar a Sabina y a
Manel, hablar con la gente a la que quiero, leer los mismos periódicos de cada
día y todas esas pequeñas cosas no me está apartando de hacerme a Birmingham.
Si acaso, me están ayudando: son refugios en los que siempre encuentro un
rastro de seguridad.
Suelo encontrar seguridad también cuando me siento al
teclado, aunque ando algo disgustado por lo poco y lo mal que escribo desde que
estoy en Birmingham. Supongo que el esfuerzo de pensar todo el día en inglés,
con la limitada agilidad con la que todavía me desenvuelvo, está restando
capacidad a mi cerebro para dedicarse a lo demás. Al menos, no tener conmigo
los artículos de Larra ha hecho que vuelva a escribir sobre mis frustraciones,
trabajo que últimamente había sustituido por leer al maestro. Al final, por
acción u omisión, Larra acaba siempre apagando la luz de mi cuarto en las
noches más oscuras.