lunes, 26 de octubre de 2020

Un año

Lo primero que dije al llegar a la universidad, hace ya más de un lustro, fue que no quería hacer periodismo político. Todo el mundo me miró. Eran las jornadas de toma de contacto de los nuevos alumnos de periodismo. Allí todo dios quería ir a guerras, documentar elecciones históricas o entrevistar a Messi. Yo no. Yo me conformaba con vivir tranquilo, escribir mirando de vez en cuando a la ventana y comer con mi familia los domingos.

Que yo sepa, de todos los hipotéticos reporteros de conflictos bélicos y demás estereotipos que se declararon por allí, ninguno ha cumplido nada. No seremos más de cuatro o cinco los que, poco más de un año después de graduarnos, trabajamos en lo que se puede llamar periodismo. Con su redacción, su precariedad y esas cosas, me refiero.

Pero en el fondo, me estoy dando cuenta, aquellos chavales tenían mucha más razón que yo. El reporterismo no es un modo de vida tranquilo. Hoy lo puedo decir con cierto conocimiento o al menos con más que aquella tarde que me sentaron con otros 35 púberes a explicar mis sueños. La semana pasada, el jueves, hizo un año que vine a México a trabajar para la Agencia EFE.

Digo que conocían mejor que yo donde se metían porque no he estado en guerras, pero en efecto he visto balas. Una tranquila mañana de viernes me levanté como si tal cosa hasta que miré el teléfono: habían freído a tiros a una autoridad en plena zona acomodada de la capital. Os juro que el coche quedó como yo no he visto otra cosa.

De documentar elecciones tampoco sé nada hasta el momento. No me ha tocado nunca. Pero de política ya he cubierto más que muchos con varias décadas de carrera. Cada mañana de lunes a viernes, que si lo piensas son muchas mañanas, veo y escucho a Andrés Manuel López Obrador. A ese nombre responde el presidente de México, un soberano pesado con ínfulas de salvador.

Tampoco podría decir que he entrevistado a Messi, aunque lejos no he estado. Muchas notas de las ruedas de prensa de cuando Valverde entrenaba al Barcelona y de las zonas mixtas de aquel tiempo están adornadas, o manchadas, según se mire, por mis iniciales. Tambíen declaraciones de Messi.

 Incluso escribí desde los vomitorios del Camp Nou en unas semifinales de Copa del Rey contra el Madrid. Y debo confesar que eso sí que no me importaría, aquello de cumplir el sueño de otros de mi clase de contar la final de la Champions.

Entretanto, pandemia mundial incluida, desde mi ventana se ve la torre Latinoamericana, insignia de Ciudad de México. Las vistas no son malas, os lo puedo asegurar. Hace un año que la atisbo y todavía no me cansa, pese a que me gustaría comer con la familia algún domingo.

sábado, 30 de mayo de 2020

El champú caro de Bibi

Que la duda es un estado vital ya lo sabía. Siempre hemos convivido como hemos podido ella y yo. Lo que ocurre es que, ahora, en vez de vivir con la duda, vivo en la duda. Para que luego digan que una preposición no tiene significado léxico.

Me ha venido a la cabeza todo eso viendo fotos de paisajes aleatorios de Castilla. Una finca con caballos pastando al atardecer, ruinas de casas centenarias que todavía aguantan carteles de avenidas, señoras sentadas en poyos de piedra y otras tantas estampas de ese tipo. Entre dedazo y dedazo a la pantalla, se me ha metido en el cuerpo una necesidad infinita de sentir la caricia del sol resistiéndose a esconderse una tarde de verano en la España vaciada.

Sé que estos son pensamientos de mierda, que hoy por hoy no valen nada, porque quedan dos meses para un agosto hipotético y otro mes, días arriba días abajo, para definir las líneas maestras de mi vida próxima. Pero en el fondo de todo, de esas fotos y de lo que pienso y de lo que no quiero pensar, se esconde el sentido de pertenencia.

Pienso mucho en esto últimamente: en la idoneidad o en la molestia del arraigo. Lo que me une a México es la gente con la que me quiero aquí. Hay vínculos fortísimos en estos meses, porque esta gente a la que no ponía cara en octubre ha tragado con mis andanzas y desventuras con la paciencia de un hermano y la comprensión de una madre. Pero al otro lado están un hermano y una madre.

Siempre, en medio de estas reflexiones que no llevan a ninguna parte, me acuerdo de anécdotas que me hacen reír y evitan que se marche el halo de serenidad que todavía me queda. Llevo una semana con el champú de Bibi, mi cuñada, en la cabeza. De manera figurada, digo. La de su champú es una historia de pertenencia, de identificación involuntaria con mi círculo más cercano.

La buena de Bibi me invitó, hará como cinco años, a su casa de los Pirineos a esquiar, un deporte que nunca había practicado antes de que ella me lo propusiera. Me dejó también llevar a tres amigos a esa excursión, y allí que fuimos. Éramos cuatro becerros del extrarradio cumpliendo nuestro sueño de ir juntos a la nieve, como decimos entre la mal llamada clase media.

Ninguno teníamos si quiera un abrigo adecuado y mucho menos esquís, pero nos daba igual. De hecho, nos lo pasábamos mejor por las tardes haciendo el animal con un trineo que por la mañana ensayando una cuña autodidacta en las pistas. Y, claro, con tanta actividad, esos cuatro días sudábamos y nos duchábamos mucho.

Al segundo o tercer día, Bibi, mientras preparábamos la cena, me preguntó que si estábamos usando su champú, que había notado que le faltaba. Era un champú de mujer, con un bote atractivo, rebosante de elegancia, que gritaba en voz baja lo caro que era ese jabón. Yo, por pudor, no lo había tocado, pero pude imaginar rápido que mis amigos no se habían resistido a aquella tentación.

Un poco más tarde aquella noche, les pregunté a todos en privado que quién había robado champú de mujer en vez de usar el H&S que también había en la ducha. Los tres se miraron, aguantando la sonrisa. Efectivamente: todos lo estaban usando. Estallamos los cuatro en una carcajada. Luego, cuando se lo contamos a la pobre Bibi, también se rio. Al fin y al cabo, nadie podía culparnos por anhelar cuidados caros mientras en nuestras casas nos duchábamos con el deliplus del Mercadona.

miércoles, 15 de abril de 2020

El cuarto mundial de Freire

Alguna vez leí -que me perdone el autor, porque no lo recuerdo- que la gente, cuando se ve acuciada por la muerte, quiere volver a hacer lo que ya hizo. Nada de vueltas al mundo, nada de revelaciones. Quiere disfrutar de lo que es con total seguridad disfrutable. Placeres que ya conoce. No creo que me mate el coronavirus, pero esta cuarentena, queriendo y sin querer, yo también estoy buscando la alegría en lo que ya me la dio.

Compré tres libros previendo el encierro y no los he tocado, sino que me estoy dedicando a releer trozos de los clásicos particulares que traje a México conmigo. Pero hasta en eso mentiría: mi actividad predilecta en estos días, más allá del trabajo, no es la lectura, sino que me ha dado por jugar con fervor adolescente al FIFA y, sobre todo, por ver repetidas etapas de ciclismo.

Qué cosa más tonta, lo del ciclismo. La lentitud aparente de ver una ruta de señores en bicicleta da la oportunidad de acordarse a la perfección de lo que uno hacía la primera vez que vio a esos señores por esa ruta. Se me activan ante el reproductor de Youtube todos los sensores de la infancia, que como dijo Cuartango es la patria del hombre, y siento lo mismo que aquellas tardes en las que se me pegaban las piernas al sofá.

He vuelto a ver estas semanas mucho Tour y muchas clásicas, principalmente las victorias de Contador y de Óscar Freire. No recordaba yo la calidad de Freire en la primavera, pero no podré olvidar nunca el cuarto mundial que no ganó ningún otoño.

Al caer cada mes de septiembre, mi padre se me acercaba exhultante al mediodía de un domingo y me hacía su anuncio anual: Miquel, ven aquí que hoy vemos a Freire ganar el cuarto mundial. A mi hermano y a mi madre les fastidiaba oírlo, porque ese día se quedaban unas cuantas horas sin televisión en el salón.

Lo cierto es que Freire se retiró con los tres mundiales que ya tenía cuando yo empecé a entender las carreras, y si le recuerdo con tanto cariño es precisamente porque no consiguió cerrar el póker ante mis ojos. De alguna manera, la ilusión porque lo hiciera era mayor a la alegría de que lo hubiera hecho. Esa expectativa se renovaba y crecía cada año, acarreando también un claro refuerzo de la relación paternofilial.

A su modo, en este periodo de confinamiento me siento como aquellos días en los que Óscar Freire se jugaba el campeonato del mundo. Mi motor es la hipótesis. No haré nada memorable en el encierro, no cocinaré un pastel ni escribiré un libro, pero me sirve con regocijarme en lo que podría hacer y no estoy haciendo. La sola expectativa me da vida.

domingo, 22 de marzo de 2020

Domingo de marzo

Me levanto y parece un domingo normal. Hay latas por todo el salón, hay vasos a medias y charcos pegajosos en el parqué. Entro a la cocina sin mucha esperanza pero encuentro un par de trozos de una pizza que no recordaba haber pedido. Me la como mirando a la nada en el sofá. Me apetece escuchar algo de guitarra. Lo hago. Me apetece salir a que me dé el sol en la cara. No lo hago. No puedo. Estamos todos acojonados otro día más, sacando la cabeza por la ventana con precaución por si la brisa que nos peina el bigote arrasa nuestro sistema inmune o el de alguien a quien miremos a menos de un metro. O el de los que están a 9.000 kilómetros.

jueves, 30 de enero de 2020

Herencias inconscientes

Este mediodía me he visto envuelto en una cotidianidad difícil de prever hace unos meses. Por cuestiones laborales que no vienen al caso, me he encontrado elucubrando junto a tres desconocidos, en el quincuagésimo piso del edificio de un banco, sobre la fuga en la víspera de un trío de presos. México.

En ese quincuagésimo piso del banco líder del país me han dado de comer como hacía tiempo que no comía. Un menú con su primero, su segundo y su postre de un cátering de primer nivel. Barra libre de bebidas y de café. Quizás no era El Bulli, pero convendremos que tal banquete, digno de boda, mejora la pizza de microondas de 60 pesos que cené ayer.

Todo esto pasaba mientras esperábamos, corbata al cuello, la presentación de unos datos macroeconómicos que no motivaban mucho el espíritu de ninguno de los comensales. Al menos, no  tanto como la fuga del contable de un narco y dos compinches. Sobra decir que, como en España y como supongo que en todos sitios, no se metía la cuchara en el plato hasta que el más viejo de la mesa rompiera, impúdico, las hostilidades.

Al final hemos comido y, para sorpresa de nadie, unos señores con trajes caros y mal cortados nos han abrumado con regocijo con unos datos inalcanzables. No sé qué pensará mi frutero callejero sobre el esfuerzo del banco para ampliar su estructura. Supongo que le da igual, porque al ir a por mi melón diario no me ha comentado nada al respecto.

El caso es que, al marcharme de la comida informativa, bajaba por ese ascensor de cincuenta pisos pensando en lo tarde que iba a salir y en la forma que le daría a esos números. Ensimismado como estaba, me he dado cuenta de milagro de que un moco se deslizaba con mucho peligro por mi tabique. Sin pensar, en una acción automática, he echado mano al bolsillo de atrás y he procedido con un pañuelo.

Mientras, diría que con elegancia, solucionaba el asunto, me ha venido una sonrisa a la cara. Ese pañuelo está siempre en ese bolsillo por pura herencia inconsciente de mi abuelo. Ya hago como él: cada vez que como fuera, guardo una servilleta por lo que pueda pasar. El otro día, alguien se rio de mí cuando lo hice. Quizás él, algún día, se tenga que comer los mocos. A mí hoy, en un ascensor de cristal donde veía toda la capital de América Latina, no me pasó gracias a mi abuelo, que imagino que al otro lado del mundo dormía tras ver un rato Telecinco.