domingo, 5 de agosto de 2018

Cuaderno de campo: un encierro a caballo a finca abierta

Un sol de justicia bañaba ayer el amarillento campo ibérico, inundado en este tiempo de rastrojo. Era sábado de encierro en el lado portugués de la frontera. Hacia la finca de inicio del encierro andaban camionetas de maletero abierto cargadas hasta los topes: las carrinhas, como así las llaman, transportan desde el pueblo hasta el lugar de suelta de las reses a cuantos encuentran en el camino. Entre la hilera de coches se abrían paso grupos de jinetes con la garrocha al hombro y la felicidad desbordando sus rostros.

Aunque los toros todavía estaban enchiquerados, en las carrinhas empezó el encierro. Esos maleteros son lugar de tertulia durante los 20 ó 30 minutos de trayecto. Allí arriba, haciendo equilibrio entre baches, siempre se encuentra algún conocido y alguien por conocer. Se habla de todo con ellos: del desayuno, de anécdotas, de toros, de caballos y de cotidianidades. Ayer, Fabián, con una gorra de una casa de piensos, nos allanó el camino rememorando los tiempos de mi padre en el pueblo antes de emigrar.

Al llegar a la finca sentí de lleno el aura adictiva del campo. Hectáreas y hectáreas en las que parece imposible que algo pase; el sol vomitando su fuerza sobre los tallos secos del trigo segado y nunca nada más. Sin embargo, no se puede dejar de sentir ni un solo instante que esa paz, irremediablemente, va a saltar por los aires de un momento a otro. Algún caballo tiene que rebrincarse, algún toro se va a escapar antes de la hora. Mientras todos cavilábamos eso, comíamos embutido en cuadrilla y hablábamos de otras cosas, pretendiendo que podíamos pensar en algo que no fuera un toro al galope corriendo fiero detrás de cualquier caballo.


Los toros salieron por fin en cuanto dieron las once portuguesas. No vimos más que dos carreras: los cinco animales escaparon del ingenio de los jinetes y hubo que ir a buscarlos a distintos pueblos. A unos los cogieron en Portugal y a otros en España. Pero eso lo supimos a las dos de la tarde, cuando ya cansados de tragar sol en la finca perdimos definitivamente la esperanza de ver ningún otro derrote de los cárdenos esfumados y bajamos de nuevo al pueblo. Vimos dos minutos de toros, pero los sentimos durante cinco horas de campo y caballos.