miércoles, 5 de diciembre de 2018

Carta a Juan Carlos

Resulta que los motoristas muertos en puntos quilométricos irrelevantes de la autopista tienen nombre. El que se ha dejado la vida esta mañana a la altura de Cervelló se llamaba Juan Carlos y durante años fue mi profesor. Iba de camino a dar clase, como tantas mañanas me la dio a mí, y su muerte dejará huérfanos de un referente no sólo a sus alumnos de hoy, sino a futuras generaciones de adolescentes desorientados.

Escribo esta carta a Juan Carlos demasiado pronto, porque yo tenía pensado hacerlo dentro de unos años. Él fue el responsable, y ha muerto sin saberlo, de mi amor por la literatura y, supongo, de que en última instancia me dedique a escribir. Quería yo decírselo en una carta el día en que me pasara algo realmente importante dentro de esta profesión; al firmar un buen contrato, al recibir un premio, al presentar un libro o qué sé yo. Sólo pretendía hacer un guiño adaptado a mis circunstancias a Albert Camus, quien, tras recoger el Nobel, mandó una misiva al profesor que le hizo enamorarse de los libros.

De Juan Carlos aprendí que el oficio de escribir y el de leer exigen esfuerzo. Me lo hizo entender de muchas maneras, aunque yo lo asimilé sobre todo gracias a las redacciones que nos mandaba hacer. Recuerdo la impotencia de acumular textos y textos puntuados a la baja. Ese sentimiento me llevaba a maldecirle primero y a esforzarme después en cada redacción como si fuera la última, con la esperanza de llegar a ver algún día un excelente escrito en tinta roja.

Una mañana de entrega tenía yo dos dedos rotos de la mano diestra y, al no poder escribir a mano, llevé mi redacción imprimida, algo prohibido en sus asignaturas. La rompió en cuanto se la di. Antes de que pudiera justificarme enseñándole el estropicio de mi mano, me preguntó, sin levantar la vista de su cuaderno de notas, si alguien me había dado permiso para entregarle ese impreso. No me dejó responder: me cortó explicando su reacción. El problema, dadas las circunstancias, no era el soporte, sino la poca adecuación del texto al espacio. Tenía las 300 palabras en medio folio. Repártame esos párrafos por toda la cara y entréguemela de nuevo mañana, me concedió.

Así lo hice. Esa redacción fue mi primer y, creo, mi último diez con Juan Carlos. Tuve que reescribirla de memoria por la noche, porque ni siquiera tenía el documento guardado en el ordenador. El detalle de adecuar el texto al espacio, que pudiera parecer entonces una nimiedad, ha sido algo importantísimo a la postre en mi vida, ya que me tengo que adaptar continuamente a las maquetas de los medios donde estoy. Como esta anécdota hubo muchas y ninguna menos útil.

También me invitó Juan Carlos a la lectura, gracias a una de sus virtudes: su profundidad, la existencia en él de un elaborado mundo interior, trascendía al exterior sin que tuviera que esforzarse. Yo quería ser como él y sólo veía un atajo para conseguirlo: leer lo mismo. Por eso descubrí a Lorca tan joven, porque cuando Juan Carlos nos lo recitaba se le iluminaban los ojos, como si descubriera un nuevo horizonte delante de nosotros.

Quería decirle todo esto a Juan Carlos cuando le llegara su tiempo amarillo, como una vez llamó Machado a la vejez y como Fernán Gómez -el profesor de todos en 'La lengua de las mariposas'- tituló sus memorias. He llegado tarde. Al menos me queda el consuelo de saber que Juan Carlos sí llegó a muchos niños en el momento oportuno: cuando tenían que hacerse adultos.