domingo, 27 de diciembre de 2015

Malévich, el genio y el hombre

Malévich lavaba tranquilamente sus pinceles. Sin apurarse, separaba filamento a filamento el cabezal de cada uno de ellos hasta dejarlos sin manchas de pintura visibles. Este proceso mecánico no suponía ningún esfuerzo para él; solo le ocupaba las manos. El espíritu vivía en otro lado.


No conseguía quitarse de la cabeza el lienzo que había tirado la semana pasada. Cuando se deshizo de la tela, no parecía algo que valiera la pena conservar. Días después, sin saber muy bien por qué, la echaba de menos en su estudio. No la intentó recuperar: hubiese sido imposible, una pérdida de tiempo. Debía recrearla de memoria. Quizás, y solo quizás, la mente pudiera hacer de ella una obra imprescindible para entender el arte contemporáneo.


Con cuerpo tibio, Malévich colocó un lienzo virgen y puro sobre el caballete. Se alejó varios pasos para visualizar la composición. Su mirada, dubitativa, se ahogó en el blanco de la tela. Le daba miedo pintar, no podía mancillar la obra casi sagrada que se hallaba en su cabeza. El pánico a no estar a la altura le paralizó. Descompuesto, se sentó a esperar un arrebato de brillantez. Desde aquella silla todo se veía oscuro y enorme. Todo le superaba. Tras mucho tiempo subido, había bajado del pedestal en el que yacía su figura. Su estudio se convirtió en un ascensor místico que le trasladó del genio al hombre.


Sin más armadura que la piel, Malévich empuñó un pincel dispuesto a acabar con sus fantasmas. Tomó el bote de pintura blanco y empezó a seguir el dictado del inconsciente. Con presteza, las pinceladas se transformaron; lo que empezó siendo una danza de trazos lentos y prolongados se convirtió en un pelotón de tachones agresivos. Malévich empezaba a perder el miedo. Seguía siendo hombre, pero uno valiente. Sentía que, aunque solo fuera en ese instante y lugar, era por fin libre de las cadenas del genio.



Celebró su vuelta a la terrenalidad dibujando un cuadrado sobre todos los trazos. Lo llamó “Blanco sobre blanco”. Era, sin duda, un genio.

jueves, 24 de diciembre de 2015

Un domingo de fútbol cualquiera

Es domingo y suena el despertador de Álvaro: llega el momento. Es pronto, muy pronto, pero no importa. Álvaro lleva esperando desde el jueves este momento. Se levanta y despierta a su padre para que lo lleve al partido. Su padre, consciente de la importancia que tiene para su hijo el encuentro, no tarda en desperezarse y saltar de la cama; Álvaro no va a llegar tarde.

Cada mañana de fútbol les gusta desayunar juntos. Comentan algunos aspectos del partido y lo analizan un poco por encima. Cada vez hablan menos del encuentro y bromean más: Álvaro ya empieza a tener tablas en esto. Los nervios de la previa, sin embargo, siguen ahí.

Al subir al coche todo es silencio. La tensión se empieza a apoderar del ambiente. Álvaro sólo quiere sumergirse en sí mismo y visualizar lo que se viene delante. Una vez llegan al campo, su padre sube a la grada y él baja al vestuario. El momento de cambiarse es especial; se siente como un torero al enfundarse el traje de luces.

En cuanto las medias están ajustadas y las botas bien amarradas al pie, Álvaro camina hacia el terreno de juego para dar inicio al partido. Antes de salir, eso sí, se mira al espejo de reojo para repasar el uniforme. Sabe que una vez cruce la puerta le aguardan 45 minutos de intensa hostilidad.

Tras los tres pitidos protocolarios que anuncian el entretiempo, Álvaro entra de nuevo al vestuario. La primera mitad ha ido bien: hay igualdad en el marcador y no ha habido ninguna jugada peligrosa. Pero no hay que relajarse: la grada se ha ido revolviendo con el paso de los minutos. Sin duda, el segundo tiempo no será tranquilo. Álvaro cruza la puerta de nuevo para librar la última batalla.

El choque acaba con un empate sin goles. Álvaro, pese a haber estado bien, no está contento. Se las ha tenido que ver con la grada y con un entrenador. Insultos, amenazas. Otro domingo de sufrimiento. La decepción le invade: tantas esperanzas puestas en un partido y se lo han amargado. Él ha estado bien, joder. O quizás no tanto. Ya duda de todo. De su actuación, de la condición humana.

La ducha es un bálsamo para Álvaro. Se queda un rato pensativo bajo el agua para hacer balance y rebajar tensiones. Una vez más calmado, se viste y se marcha directo al coche, donde le espera su padre. No intercambian demasiadas palabras: su padre sabe que está fastidiado. Cruzan alguna frase de aprobación y poco más. Ambos miran a la carretera para evitar encontrarse la mirada.


Al abrir la puerta de casa, su madre se acerca al recibidor. Está nerviosa por saber como se ha dado la mañana. Álvaro contesta con evasivas. Ella no pregunta más. En fin, ya sabe lo que significa tener un hijo árbitro.