Una vez escuché que los buenos amigos son los que haces en el invierno, porque los que conoces en verano duran contigo apenas unos
meses. Imagino que quien dijera eso no volvió nunca resacoso en bus desde
Bilbao. Ni recorrió el ancho de España en un ALSA para pasar el carnaval en
Ciudad Rodrigo. Ni tampoco durmió la mona unas horas en Barajas a cambio de
llevarse una noche de fiesta en la maleta.
Todos esos viajes tienen el mismo punto de partida,
Barcelona, y el mismo punto de encuentro, cuatro amigos. Cuatro amigos que un
buen día pensaron que no importaban mucho las distancias —claro que ninguno de
ellos vive en la esquina del mapa—y que aquello del verano se quedaba
pequeño. Dos semanas juntos está muy bien; pero 50 sin vernos, no tanto.
Al volver ayer de Bilbao me dio por pensar en cómo se gestó
todo, en el momento en que esa gente extendió su amistad por las cuatro
estaciones. Hablar de continuo y saber de nuestras vidas por redes sociales supongo que ayudó. Pero lo cierto es que no
encontré un punto de inflexión muy claro: simplemente nos fuimos juntando cada
vez más. La foto de los cinco dejó de ser una excepción para pasar a ser algo
periódico.