jueves, 30 de enero de 2020

Herencias inconscientes

Este mediodía me he visto envuelto en una cotidianidad difícil de prever hace unos meses. Por cuestiones laborales que no vienen al caso, me he encontrado elucubrando junto a tres desconocidos, en el quincuagésimo piso del edificio de un banco, sobre la fuga en la víspera de un trío de presos. México.

En ese quincuagésimo piso del banco líder del país me han dado de comer como hacía tiempo que no comía. Un menú con su primero, su segundo y su postre de un cátering de primer nivel. Barra libre de bebidas y de café. Quizás no era El Bulli, pero convendremos que tal banquete, digno de boda, mejora la pizza de microondas de 60 pesos que cené ayer.

Todo esto pasaba mientras esperábamos, corbata al cuello, la presentación de unos datos macroeconómicos que no motivaban mucho el espíritu de ninguno de los comensales. Al menos, no  tanto como la fuga del contable de un narco y dos compinches. Sobra decir que, como en España y como supongo que en todos sitios, no se metía la cuchara en el plato hasta que el más viejo de la mesa rompiera, impúdico, las hostilidades.

Al final hemos comido y, para sorpresa de nadie, unos señores con trajes caros y mal cortados nos han abrumado con regocijo con unos datos inalcanzables. No sé qué pensará mi frutero callejero sobre el esfuerzo del banco para ampliar su estructura. Supongo que le da igual, porque al ir a por mi melón diario no me ha comentado nada al respecto.

El caso es que, al marcharme de la comida informativa, bajaba por ese ascensor de cincuenta pisos pensando en lo tarde que iba a salir y en la forma que le daría a esos números. Ensimismado como estaba, me he dado cuenta de milagro de que un moco se deslizaba con mucho peligro por mi tabique. Sin pensar, en una acción automática, he echado mano al bolsillo de atrás y he procedido con un pañuelo.

Mientras, diría que con elegancia, solucionaba el asunto, me ha venido una sonrisa a la cara. Ese pañuelo está siempre en ese bolsillo por pura herencia inconsciente de mi abuelo. Ya hago como él: cada vez que como fuera, guardo una servilleta por lo que pueda pasar. El otro día, alguien se rio de mí cuando lo hice. Quizás él, algún día, se tenga que comer los mocos. A mí hoy, en un ascensor de cristal donde veía toda la capital de América Latina, no me pasó gracias a mi abuelo, que imagino que al otro lado del mundo dormía tras ver un rato Telecinco.