No me da pudor admitir que bebo más de lo que debiera. Es algo tan perjudicial como inevitable: el aclohol me abre las puertas de un mundo inconsciente sin el que el real no podría sostenerse. Este viernes pasado volví a entrar de lleno en ese universo onírico de la ebriedad y pasó algo nuevo. Sólo la bebida me ofrece situaciones desconocidas últimamente.
El caso es que me acosté el viernes con unas cuantas copas de más; nada nuevo. La cosa llegó sobre las nueve de la mañana. Me despertó una alarma en forma de fuerte dolor en la vejiga, aunque en realidad no había parte del cuerpo que no me doliera. Intenté incorporarme con el mínimo esfuerzo posible, pero el mareo y el malestar que experimenté hicieron del camino al lavabo un calvario en el que sólo faltaba la cruz. En cuanto alcancé a entrar al baño, encendí la luz, me apoyé con la mano izquierda en la pared y solté el chorro como pude. No recuerdo más.
Al volver a la cama, sentí de repente que iba a morir antes de darme la vuelta si no bebía algo de agua. Por suerte tengo una botella siempre en la habitación. La abrí con sorprendente rapidez, tomé un trago y la dejé sin tapar en el mueble que hace de cabezal. Había sobrevivido al mal momento. No fue hasta unas cuantas horas después, al levantarme y ver la botella de nuevo, cuando fui consciente de que acababa de vivir un milagro, al estilo de Julius en Pulp Fiction. Déjenme explicarme: a causa de mi deplorable estado al beber, había posado la botella sin tapar a medio camino entre el cabezal y un libro. Es decir, hubo durante unas seis horas un litro y medio de agua a unos treinta grados de inclinación apuntándome a la cabeza. Aquello no me cayó encima por alguna razón. Supongo que a quien gobierne el universo real no le molesta que me quiera escapar un rato.
Nota: texto escrito en julio de 2017
viernes, 10 de noviembre de 2017
viernes, 27 de octubre de 2017
Secuestro
Anteayer alguien desde España me insultó cariñosamente
llamándome extranjero. La broma tenía respuesta fácil, porque desde luego que
en UK lo soy. Lo que no tiene tanta gracia es la situación en la que me
encuentro mientras escribo esto: además de en UK, soy extranjero también en mi
propio país, o, al menos, eso es lo que me hace pensar el hecho de que el
Parlamento de mi región no reconozca como autoridad a quien me abastece de
todos los servicios básicos.
Lo crean o no, este acontecimiento, a priori vergonzante y a
todas luces ilegal, está siendo celebrado por mucha gente. Hay multitud de nacionalistas
abrazados en la calle nada más que a una bandera y una utopía: la estelada y un
Estado mejor que habría nacido hoy. Ese país será más próspero, más cívico y de
una importancia innegable en el panorama político mundial. Aunque, quizás por
desconocimiento o quizás por negación, los mismos que hoy celebran están
obviando la opinión del resto del mundo en todo esto: Europa dice que no hay
lugar para nacionalismos bajo su paraguas y Estados Unidos aclara que apoyará a
España en las medidas que deba tomar para recuperar el orden constitucional.
Muchos independentistas descartarán este texto al leer la
frase anterior. Para ellos la constitución no es más que papel mojado, una
pintura rupestre propia de una época demasiado lejana ya. Comparto la esencia
de ese sentimiento: si todo evoluciona en cuatro décadas, las leyes deberían
hacerlo también. Es lógico replantearse el modelo territorial, como también lo
es permitir un referéndum de autodeterminación legal y con garantías democráticas.
Sin embargo, la falta de esa revisión constitucional no autoriza a desobedecer una
ley que aprobó y puede modificar el pueblo mediante las herramientas que él
mismo se dio.
Es curioso que ilegitimen la Constitución quienes se dan por
legitimados con un 48% de los votos. Hoy, gracias a los diputados obtenidos con
ese porcentaje de votos, se ha consumado lo que temía: mis derechos han sido
secuestrados hasta nueva orden. Y, todo, mientras los secuestradores van
cantando por la libertad. Después de escribir esto, ya estoy preparado para que
nacionalistas me llamen facha. Porque lo harán.
viernes, 29 de septiembre de 2017
Por acción u omisión, Larra
Los días que estaba triste en Barcelona solía leer a Larra
antes de acostarme. Lo hacía porque descubrí que lo que ese señor contó de la
España del siglo XIX me sacaba una sonrisa. Mi realidad, mi España de aquellas
noches, no era muy diferente a la que Larra escribió: Larra hablaba de
situaciones extrapolables a las mías y los personajes rara vez no encontraban
asociación en mi cerebro. Esas similitudes de vivencia y pensamiento hicieron
que, de algún modo, Larra actuara como portavoz de mi frustración: lo que yo
pensaba lo decía él mejor. Me fascinaba que Larra hiciera convivir en su queja
el alivio y la condena: bendita mi serenidad que no depende de la de ahí fuera,
maldita mi serenidad que me lleva al desasosiego con todo lo que no está dentro.
Dejé el libro de Larra en Barcelona y moví mi mundo a
Birmingham. No dejé a Larra en casa por pensar que aquí no conocería a veces la
frustración, sino para hacer más evidente el cambio de escenario. Suponía que
despojarme de los rituales que emocionalmente me unían a casa me ayudaría a
adaptarme a mi nueva situación. Pero resulta que no: escuchar a Sabina y a
Manel, hablar con la gente a la que quiero, leer los mismos periódicos de cada
día y todas esas pequeñas cosas no me está apartando de hacerme a Birmingham.
Si acaso, me están ayudando: son refugios en los que siempre encuentro un
rastro de seguridad.
Suelo encontrar seguridad también cuando me siento al
teclado, aunque ando algo disgustado por lo poco y lo mal que escribo desde que
estoy en Birmingham. Supongo que el esfuerzo de pensar todo el día en inglés,
con la limitada agilidad con la que todavía me desenvuelvo, está restando
capacidad a mi cerebro para dedicarse a lo demás. Al menos, no tener conmigo
los artículos de Larra ha hecho que vuelva a escribir sobre mis frustraciones,
trabajo que últimamente había sustituido por leer al maestro. Al final, por
acción u omisión, Larra acaba siempre apagando la luz de mi cuarto en las
noches más oscuras.
lunes, 28 de agosto de 2017
Amigos ¿de verano?
Una vez escuché que los buenos amigos son los que haces en el invierno, porque los que conoces en verano duran contigo apenas unos
meses. Imagino que quien dijera eso no volvió nunca resacoso en bus desde
Bilbao. Ni recorrió el ancho de España en un ALSA para pasar el carnaval en
Ciudad Rodrigo. Ni tampoco durmió la mona unas horas en Barajas a cambio de
llevarse una noche de fiesta en la maleta.
Todos esos viajes tienen el mismo punto de partida,
Barcelona, y el mismo punto de encuentro, cuatro amigos. Cuatro amigos que un
buen día pensaron que no importaban mucho las distancias —claro que ninguno de
ellos vive en la esquina del mapa—y que aquello del verano se quedaba
pequeño. Dos semanas juntos está muy bien; pero 50 sin vernos, no tanto.
Al volver ayer de Bilbao me dio por pensar en cómo se gestó
todo, en el momento en que esa gente extendió su amistad por las cuatro
estaciones. Hablar de continuo y saber de nuestras vidas por redes sociales supongo que ayudó. Pero lo cierto es que no
encontré un punto de inflexión muy claro: simplemente nos fuimos juntando cada
vez más. La foto de los cinco dejó de ser una excepción para pasar a ser algo
periódico.
domingo, 18 de junio de 2017
La muerte de Iván Fandiño
La literatura en torno a la tauromaquia no tiene importancia, como en esta disciplina no la tiene nada de lo que pasa fuera del albero. La virtud y la fatalidad del destino son solo para los que están dentro: toro y torero, animal y hombre, vida y muerte. A Iván Fandiño ayer le tocó morir, aunque los toreros que se dejan la vida en la plaza nunca acaben de hacerlo.
Lo cierto es que de nada sirven ya las biografías y las orejas: Fandiño no va a pisar más el campo, no volverá a sentir la lírica del toreo por sus venas. A sus 36 años un quite le privó de todo, de la soledad del tentadero y de la muchedumbre de las puertas grandes. Ya no hay más que la gloria póstuma; un consuelo para una pérdida inconsolable, la de un torero corneado por la parca.
Lo que nadie podrá arrebatar a Iván Fandiño es la integridad en la vida y en la muerte. El suyo fue un proceder puro, siempre con el pecho y la verdad por delante. Nunca un alarde de más, nunca una palabra de más. Todo lo que tuvo que decir lo demostró, porque al fin y al cabo no hay mejor manera de reivindicar que hacer.
Fandiño hizo soñar a muchos, por lo que merece la gloria como pocos. No es común dejarse la vida por una pasión. Pero ya se sabe que la de los toros es muy cara: la muerte aguarda cada vez que suena el clarín, como escribió Sebastián Castella en Instagram. Iván Fandiño comprendió el sentido de esa frase en su totalidad en cuanto el toro lo partió por el costado. Que se den prisa que me muero. Y Fandiño murió para vivir por siempre.
Lo cierto es que de nada sirven ya las biografías y las orejas: Fandiño no va a pisar más el campo, no volverá a sentir la lírica del toreo por sus venas. A sus 36 años un quite le privó de todo, de la soledad del tentadero y de la muchedumbre de las puertas grandes. Ya no hay más que la gloria póstuma; un consuelo para una pérdida inconsolable, la de un torero corneado por la parca.
Lo que nadie podrá arrebatar a Iván Fandiño es la integridad en la vida y en la muerte. El suyo fue un proceder puro, siempre con el pecho y la verdad por delante. Nunca un alarde de más, nunca una palabra de más. Todo lo que tuvo que decir lo demostró, porque al fin y al cabo no hay mejor manera de reivindicar que hacer.
Fandiño hizo soñar a muchos, por lo que merece la gloria como pocos. No es común dejarse la vida por una pasión. Pero ya se sabe que la de los toros es muy cara: la muerte aguarda cada vez que suena el clarín, como escribió Sebastián Castella en Instagram. Iván Fandiño comprendió el sentido de esa frase en su totalidad en cuanto el toro lo partió por el costado. Que se den prisa que me muero. Y Fandiño murió para vivir por siempre.
martes, 14 de marzo de 2017
Dos calles, un mundo
No se sabe muy bien por qué, o yo al menos no he
acertado a descubrirlo, hay calles que conectan a uno con la vida. Asfaltos y
fachadas que desaparecen a la vez que el cuerpo para converger en un mismo
lugar; trazos, luces y sensaciones que se atrincheran en el refugio de lo
irracional. Supongo que muchas cosas influyen para que eso pase, además de los colores,
el brillo del sol y la forma de los edificios.
Por eso son pocas las calles que logran
quedarse en la retina. De hecho, creo que en mi lista solo hay dos, además de
un camino. Bonanova y la calle Larga. Y tengo fortuna: por la primera paso cada día, lo cual hace mi
rutina más cálida; la segunda me atraviesa unas pocas veces al año, con lo que
gozo de la exclusividad de lo ocasional.
A estas dos calles las separan mil kilómetros y, sin
embargo, cuando estoy en una de ellas puedo perfectamente sentir el latido de
la otra. En realidad, tiene sentido: esas dos calles representan los dos
principales bastiones de mi mundo. La gran ciudad y el más remoto agro.
Bonanova y la calle Larga. Un lugar cosmopolita, que pretende abrazarse a la
cultura y la educación para superarlo todo, y la antítesis del progreso, el
último bastión de una España del siglo XIX que ha muerto en toda parte excepto
allí.
En cierto modo, esta paradoja tiene una vertiente
realmente divertida. Voy por Bonanova pensando en aprender a jugar al tute para unirme a la mesa de los jubilados en verano y ando por la calle Larga
acordándome de un cartelito de gastrosandwichería. Poca gente en mi pueblo sabe
lo que es un sándwich y casi nadie en Bonanova ha oído hablar del tute.
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