No se sabe muy bien por qué, o yo al menos no he
acertado a descubrirlo, hay calles que conectan a uno con la vida. Asfaltos y
fachadas que desaparecen a la vez que el cuerpo para converger en un mismo
lugar; trazos, luces y sensaciones que se atrincheran en el refugio de lo
irracional. Supongo que muchas cosas influyen para que eso pase, además de los colores,
el brillo del sol y la forma de los edificios.
Por eso son pocas las calles que logran
quedarse en la retina. De hecho, creo que en mi lista solo hay dos, además de
un camino. Bonanova y la calle Larga. Y tengo fortuna: por la primera paso cada día, lo cual hace mi
rutina más cálida; la segunda me atraviesa unas pocas veces al año, con lo que
gozo de la exclusividad de lo ocasional.
A estas dos calles las separan mil kilómetros y, sin
embargo, cuando estoy en una de ellas puedo perfectamente sentir el latido de
la otra. En realidad, tiene sentido: esas dos calles representan los dos
principales bastiones de mi mundo. La gran ciudad y el más remoto agro.
Bonanova y la calle Larga. Un lugar cosmopolita, que pretende abrazarse a la
cultura y la educación para superarlo todo, y la antítesis del progreso, el
último bastión de una España del siglo XIX que ha muerto en toda parte excepto
allí.
En cierto modo, esta paradoja tiene una vertiente
realmente divertida. Voy por Bonanova pensando en aprender a jugar al tute para unirme a la mesa de los jubilados en verano y ando por la calle Larga
acordándome de un cartelito de gastrosandwichería. Poca gente en mi pueblo sabe
lo que es un sándwich y casi nadie en Bonanova ha oído hablar del tute.