martes, 14 de marzo de 2017

Dos calles, un mundo

No se sabe muy bien por qué, o yo al menos no he acertado a descubrirlo, hay calles que conectan a uno con la vida. Asfaltos y fachadas que desaparecen a la vez que el cuerpo para converger en un mismo lugar; trazos, luces y sensaciones que se atrincheran en el refugio de lo irracional. Supongo que muchas cosas influyen para que eso pase, además de los colores, el brillo del sol y la forma de los edificios.

Por eso son pocas las calles que logran quedarse en la retina. De hecho, creo que en mi lista solo hay dos, además de un camino. Bonanova y la calle Larga. Y tengo fortuna: por la primera paso cada día, lo cual hace mi rutina más cálida; la segunda me atraviesa unas pocas veces al año, con lo que gozo de la exclusividad de lo ocasional.

A estas dos calles las separan mil kilómetros y, sin embargo, cuando estoy en una de ellas puedo perfectamente sentir el latido de la otra. En realidad, tiene sentido: esas dos calles representan los dos principales bastiones de mi mundo. La gran ciudad y el más remoto agro. Bonanova y la calle Larga. Un lugar cosmopolita, que pretende abrazarse a la cultura y la educación para superarlo todo, y la antítesis del progreso, el último bastión de una España del siglo XIX que ha muerto en toda parte excepto allí.

En cierto modo, esta paradoja tiene una vertiente realmente divertida. Voy por Bonanova pensando en aprender a jugar al tute para unirme a la mesa de los jubilados en verano y ando por la calle Larga acordándome de un cartelito de gastrosandwichería. Poca gente en mi pueblo sabe lo que es un sándwich y casi nadie en Bonanova ha oído hablar del tute.

Si me dieran a elegir, no sabría con qué calle quedarme. Al fin y al cabo, nací, crecí y vivo en la ciudad. Pero cuánto he aprendido en el pueblo que no me ha enseñado la urbe. La calle larga y Bonanova, mi ego y mi yo. Dos sitios para definirme de una forma tan simple y tan compleja.