lunes, 26 de agosto de 2019

Lógicas por debajo de la Cumbre

Ha pasado mucho más rápido el verano que los kilómetros. Vuelvo a casa en autobús, con el cerebro derretido y las piernas sin circulación. Llevo ya más de diez horas de viaje. Atrás dejo el que probablemente sea mi último verano salvaje en Alameda: cada vez me gusta más vivir de día y menos apostar todo a las noches de orquesta, aunque de torear no se quite uno nunca.

Dos enormes puertas verdes custodian los recuerdos de este agosto. Son las del corral de Elena y María, epicentro de buena parte de lo que ocurre en Alameda de Gardón, un pueblo minúsculo pegado a Portugal, al que, como si fuera una especie de Meca terrenal, acudimos los mismos cuando nos dan las vacaciones.

Ninguno de esos peregrinos esperamos de los veranos nada extraordinario. Simplemente nos juntamos en el bar y hablamos con quien haya, sin importar si es un pensionista o un becario como yo. Nos invitamos a rondas donde las cosas valen un euro mientras comentamos cotidianidades. Detrás de todo subyace una conciencia de pertenencia difícil de explicar, una transversalidad que lima toda diferencia durante un mes.

Dani, Tania, Joaquín y Desi son mis amigos. Me hacen gracia las bromas de César. Todos pasan de los treinta. Goyo y Joaquín, ya en los sesenta, se sienten bien conmigo y yo con ellos. Gene, al que pronto le caen setenta y seis palos, me lleva con él a todos los encierros. Lander cumple dieciocho esta semana y estoy ansioso por felicitarle.

Los hijos y los nietos del éxodo rural hemos sacado los dientes en lugares muy distintos de España y de Francia, pero durante los días de convivencia hacemos como que no lo notamos. El aire gallego se lleva los matices de nuestros acentos y no nos los devuelve hasta que no vemos el frontón por el retrovisor.

Al fin y al cabo, lo que procuramos es hacernos la convivencia fácil para mantener Alameda como lugar sagrado para cada uno, porque todos hemos vivido allí momentos memorables, algunos por bellos y otros por bizarros. La otra noche, por ejemplo, vi por primera vez volar un extintor a través de la luna rota de un taxi. De la calle al coche. El contexto da igual: por debajo de la Cumbre las lógicas cambian.

Solo así se explica oír a madrileños diciendo que "fa fresca", a salmantinos quejarse porque "se mancaron" y a catalanes arrastrando las jotas en vez de las eles. Ningún patriotismo se inflama en los bises de las orquestas.

Esa sensación de hermandad corta como un cuchillo la vacuidad que inunda nuestras rutinas. Así lo confirman las voces que se oyen de noche, cuando las estrellas, que allí todavía existen, asoman en una cortinilla que se lleva todos los juicios. Entonces, al borde del amanecer, la parada del autobús acoge más confidencias que pasajeros, si es que alguna vez alguien la ha usado para lo que fue concebida.

Este año, con todo cubierto con un manto de melancolía invisible pero espeso, con el vocablo México flotando por doquier, me duele todavía más irme de Alameda. Han sido veinticinco días intensos, hasta que las obligaciones al otro lado del muro me han obligado a bajar la persiana del pueblo. Mientras, como todos, trago saliva y me miento diciéndome que en nada estaré de vuelta.

En mi caso es mentira. No sé cuándo podré volver a poner un pie en ese filo de España. Solo me quedan dos consuelos: saber que Álvaro ha vuelto para quedarse y que tengo a un puñado de amigos a un mensaje de distancia. Ah, bueno, y que por mucho o poco tiempo que pase, alguien se alegrará de verme apoyar de nuevo el codo en la barra de ese bar. El de Domingo.