Ver a mi alrededor a estudiantes haciendo las maletas para
irse de Erasmus me retrotrae un año en el tiempo. Se me hace inevitable
recordar esos días previos a coger el avión, cargado de ganas pero sobre todo
de miedo.
La última semana antes de marchare la viví con un cosquilleo
fastidioso. Sentía auténtico pavor al tener que cambiar una realidad cómoda por
una totalmente desconocida. Para muestra, un párrafo que escribí a un día de
partir: “Hoy paseaba por la calle Laureà Miró y solo podía pensar en lo conocido
que era todo para mí. He pisado muchas veces las baldosas que hoy pisaba. Podía
saber por el sol lo cerca que está la muerte del verano. Los rótulos de los
comercios se me pegaban al cogote cuando los dejaba atrás, como si de algún
modo formaran ya parte de mí. Un escalofrío me ha recorrido de arriba abajo
justo antes de poner pie en otra calle. Qué contraste iba a vivir en 24 horas:
hoy paseaba por mi ciudad como por el pasillo de casa a la misma hora en la que
mañana buscaré unas sábanas en un supermercado que todavía no sé que existe”.
Room 3, Flat 7: lo más parecido que he tenido nunca a una casa propia. |
Si hace un año hubiera sabido lo que sé hoy, ese hubiera
sido el menor de mis problemas. El supermercado existía. Al Miquel que estaba
haciendo la maleta le hubiera dicho lo que todavía nadie: que la verdadera
dificultad aparece al volver, al poner de nuevo un pie en tu barrio y sentir
que todo está como lo dejaste, excepto tú. Le hubiera explicado que la vida de
adulto que se había forjado en Birmingham aquí no le iba a servir para nada,
porque su habitación de niño y sus rutinas de adolescente le esperaban como una
espada de Damocles.