viernes, 10 de noviembre de 2017

Exageraciones alcohólicas de milagros que no son

No me da pudor admitir que bebo más de lo que debiera. Es algo tan perjudicial como inevitable: el aclohol me abre las puertas de un mundo inconsciente sin el que el real no podría sostenerse. Este viernes pasado volví a entrar de lleno en ese universo onírico de la ebriedad y pasó algo nuevo. Sólo la bebida me ofrece situaciones desconocidas últimamente.

El caso es que me acosté el viernes con unas cuantas copas de más; nada nuevo. La cosa llegó sobre las nueve de la mañana. Me despertó una alarma en forma de fuerte dolor en la vejiga, aunque en realidad no había parte del cuerpo que no me doliera. Intenté incorporarme con el mínimo esfuerzo posible, pero el mareo y el malestar que experimenté hicieron del camino al lavabo un calvario en el que sólo faltaba la cruz. En cuanto alcancé a entrar al baño, encendí la luz, me apoyé con la mano izquierda en la pared y solté el chorro como pude. No recuerdo más.

Al volver a la cama, sentí de repente que iba a morir antes de darme la vuelta si no bebía algo de agua. Por suerte tengo una botella siempre en la habitación. La abrí con sorprendente rapidez, tomé un trago y la dejé sin tapar en el mueble que hace de cabezal. Había sobrevivido al mal momento. No fue hasta unas cuantas horas después, al levantarme y ver la botella de nuevo, cuando fui consciente de que acababa de vivir un milagro, al estilo de Julius en Pulp Fiction. Déjenme explicarme: a causa de mi deplorable estado al beber, había posado la botella sin tapar a medio camino entre el cabezal y un libro. Es decir, hubo durante unas seis horas un litro y medio de agua a unos treinta grados de inclinación apuntándome a la cabeza. Aquello no me cayó encima por alguna razón. Supongo que a quien gobierne el universo real no le molesta que me quiera escapar un rato.

Nota: texto escrito en julio de 2017