domingo, 18 de junio de 2017

La muerte de Iván Fandiño

La literatura en torno a la tauromaquia no tiene importancia, como en esta disciplina no la tiene nada de lo que pasa fuera del albero. La virtud y la fatalidad del destino son solo para los que están dentro: toro y torero, animal y hombre, vida y muerte. A Iván Fandiño ayer le tocó morir, aunque los toreros que se dejan la vida en la plaza nunca acaben de hacerlo.

Lo cierto es que de nada sirven ya las biografías y las orejas: Fandiño no va a pisar más el campo, no volverá a sentir la lírica del toreo por sus venas. A sus 36 años un quite le privó de todo, de la soledad del tentadero y de la muchedumbre de las puertas grandes. Ya no hay más que la gloria póstuma; un consuelo para una pérdida inconsolable, la de un torero corneado por la parca.

Lo que nadie podrá arrebatar a Iván Fandiño es la integridad en la vida y en la muerte. El suyo fue un proceder puro, siempre con el pecho y la verdad por delante. Nunca un alarde de más, nunca una palabra de más. Todo lo que tuvo que decir lo demostró, porque al fin y al cabo no hay mejor manera de reivindicar que hacer.

Fandiño hizo soñar a muchos, por lo que merece la gloria como pocos. No es común dejarse la vida por una pasión. Pero ya se sabe que la de los toros es muy cara: la muerte aguarda cada vez que suena el clarín, como escribió Sebastián Castella en Instagram. Iván Fandiño comprendió el sentido de esa frase en su totalidad en cuanto el toro lo partió por el costado. Que se den prisa que me muero. Y Fandiño murió para vivir por siempre.