sábado, 30 de mayo de 2020

El champú caro de Bibi

Que la duda es un estado vital ya lo sabía. Siempre hemos convivido como hemos podido ella y yo. Lo que ocurre es que, ahora, en vez de vivir con la duda, vivo en la duda. Para que luego digan que una preposición no tiene significado léxico.

Me ha venido a la cabeza todo eso viendo fotos de paisajes aleatorios de Castilla. Una finca con caballos pastando al atardecer, ruinas de casas centenarias que todavía aguantan carteles de avenidas, señoras sentadas en poyos de piedra y otras tantas estampas de ese tipo. Entre dedazo y dedazo a la pantalla, se me ha metido en el cuerpo una necesidad infinita de sentir la caricia del sol resistiéndose a esconderse una tarde de verano en la España vaciada.

Sé que estos son pensamientos de mierda, que hoy por hoy no valen nada, porque quedan dos meses para un agosto hipotético y otro mes, días arriba días abajo, para definir las líneas maestras de mi vida próxima. Pero en el fondo de todo, de esas fotos y de lo que pienso y de lo que no quiero pensar, se esconde el sentido de pertenencia.

Pienso mucho en esto últimamente: en la idoneidad o en la molestia del arraigo. Lo que me une a México es la gente con la que me quiero aquí. Hay vínculos fortísimos en estos meses, porque esta gente a la que no ponía cara en octubre ha tragado con mis andanzas y desventuras con la paciencia de un hermano y la comprensión de una madre. Pero al otro lado están un hermano y una madre.

Siempre, en medio de estas reflexiones que no llevan a ninguna parte, me acuerdo de anécdotas que me hacen reír y evitan que se marche el halo de serenidad que todavía me queda. Llevo una semana con el champú de Bibi, mi cuñada, en la cabeza. De manera figurada, digo. La de su champú es una historia de pertenencia, de identificación involuntaria con mi círculo más cercano.

La buena de Bibi me invitó, hará como cinco años, a su casa de los Pirineos a esquiar, un deporte que nunca había practicado antes de que ella me lo propusiera. Me dejó también llevar a tres amigos a esa excursión, y allí que fuimos. Éramos cuatro becerros del extrarradio cumpliendo nuestro sueño de ir juntos a la nieve, como decimos entre la mal llamada clase media.

Ninguno teníamos si quiera un abrigo adecuado y mucho menos esquís, pero nos daba igual. De hecho, nos lo pasábamos mejor por las tardes haciendo el animal con un trineo que por la mañana ensayando una cuña autodidacta en las pistas. Y, claro, con tanta actividad, esos cuatro días sudábamos y nos duchábamos mucho.

Al segundo o tercer día, Bibi, mientras preparábamos la cena, me preguntó que si estábamos usando su champú, que había notado que le faltaba. Era un champú de mujer, con un bote atractivo, rebosante de elegancia, que gritaba en voz baja lo caro que era ese jabón. Yo, por pudor, no lo había tocado, pero pude imaginar rápido que mis amigos no se habían resistido a aquella tentación.

Un poco más tarde aquella noche, les pregunté a todos en privado que quién había robado champú de mujer en vez de usar el H&S que también había en la ducha. Los tres se miraron, aguantando la sonrisa. Efectivamente: todos lo estaban usando. Estallamos los cuatro en una carcajada. Luego, cuando se lo contamos a la pobre Bibi, también se rio. Al fin y al cabo, nadie podía culparnos por anhelar cuidados caros mientras en nuestras casas nos duchábamos con el deliplus del Mercadona.

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