domingo, 8 de julio de 2018

Dos minutos al año

Al teléfono fijo de mi casa podríamos ponerle un brazo robótico que lo pasara siempre a mi madre. Ya no llaman a nadie más por él, excepto en los días de cumpleaños. En esas fechas una legión de familiares lejanos se turna para incomodar a quien sople las velas, por mucho que al personaje en cuestión les una un inexistente vínculo. El martes fue ese día para mí, y debo confesar que a una de esas llamadas sí me apetecía contestar.

Hay un primo de mi madre —la mujer tiene cerca de cincuenta—, ya mayor, al que no he visto más que un par de ratos en mi vida: una tarde en una boda y una mañana en un entierro. Pero Antonio, que así se llama el hombre en cuestión, me felicita cada cumpleaños y me tiene al teléfono alrededor de dos minutos. Sus breves llamadas están siempre cargadas de una moraleja no invasiva, alejada de paternalismos, con un tono nunca incómodo. Su mensaje solo pretende darme pistas de por dónde puede venir la vida.

Este martes hablamos sobre la altísima probabilidad de que el que estoy viviendo sea mi último verano como estudiante. De lo que me preocupa eso y lo que temo perder por ello. Antonio no negó la pérdida de calidad de vida, sino que para aliviarla resumió la existencia de cualquier adulto estándar en un país primermundista estándar. Tienes que buscar cosas que te gusten, que te hagan feliz, e ir tirando. Es lo que queda a estas alturas.



El teléfono contaba un minuto y cincuenta y nueve segundos cuando pulsé el botón rojo, pero la conversación ya va por cuatro días de duración en mi cabeza. Como escribí una vez, bastante más lejos de este fin del estío vital, hacerse adulto es ver la felicidad desde la ventana de lo ocasional. Y yo, como todos, no estoy listo para dar ese paso aunque, y esto es algo mucho peor, estoy dispuesto.

Con asiduidad acarician ya mis sienes las sombras de los temores intrínsecos a las nóminas, a los alquileres, a tener queso en lonchas duro en la nevera y a recoger calcetines húmedos del suelo de algún patio de luces. En fin, el inconsciente ya anticipa el yo contra el mundo. Hablar con el gestor, sentarte en mesas en las que no quieres estar, sentir que el cuerpo empieza a tener límites. Es descorazonador intuirse destapado ante las molduras de la vida adulta. No sé nada de lo que está ahí fuera y lo de ahí fuera no sabe nada de mí, con una diferencia: a lo de ahí fuera no le importa una mierda quién sea yo.


Me espesa la sangre pensar en ese ahí fuera como en un ente con tendencias arbitrarias, porque eso hace que el bienestar se intuya como una barra de hierro ardiendo. Tratar de agarrarlo implica no tenerlo, me figuro. Supongo que vivir, llegados a este punto, consiste en aparentar seguridades constantemente, en empoderarse frente a las circunstancias una y otra vez. Me preocupa no ser capaz de hacerlo.

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