Al teléfono fijo de mi casa podríamos ponerle un brazo
robótico que lo pasara siempre a mi madre. Ya no llaman a nadie más por él,
excepto en los días de cumpleaños. En esas fechas una legión de familiares
lejanos se turna para incomodar a quien sople las velas, por mucho que al
personaje en cuestión les una un inexistente vínculo. El martes fue ese día
para mí, y debo confesar que a una de esas llamadas sí me apetecía contestar.
Hay un primo de mi madre —la mujer tiene cerca de
cincuenta—, ya mayor, al que no he visto más que un par de ratos en mi vida:
una tarde en una boda y una mañana en un entierro. Pero Antonio, que así se
llama el hombre en cuestión, me felicita cada cumpleaños y me tiene al teléfono
alrededor de dos minutos. Sus breves llamadas están siempre cargadas de una
moraleja no invasiva, alejada de paternalismos, con un tono nunca incómodo. Su
mensaje solo pretende darme pistas de por dónde puede venir la vida.
Este martes hablamos sobre la altísima probabilidad de que
el que estoy viviendo sea mi último verano como estudiante. De lo que me
preocupa eso y lo que temo perder por ello. Antonio no negó la pérdida de
calidad de vida, sino que para aliviarla resumió la existencia de cualquier
adulto estándar en un país primermundista estándar. Tienes que buscar cosas que
te gusten, que te hagan feliz, e ir tirando. Es lo que queda a estas alturas.
El teléfono contaba un minuto y cincuenta y nueve segundos
cuando pulsé el botón rojo, pero la conversación ya va por cuatro días de
duración en mi cabeza. Como escribí una vez, bastante más lejos de este fin del
estío vital, hacerse adulto es ver la felicidad desde la ventana de lo
ocasional. Y yo, como todos, no estoy listo para dar ese paso aunque, y esto es
algo mucho peor, estoy dispuesto.
Con asiduidad acarician ya mis sienes las sombras de los
temores intrínsecos a las nóminas, a los alquileres, a tener queso en lonchas
duro en la nevera y a recoger calcetines húmedos del suelo de algún patio de
luces. En fin, el inconsciente ya anticipa el yo contra el mundo. Hablar con el
gestor, sentarte en mesas en las que no quieres estar, sentir que el cuerpo
empieza a tener límites. Es descorazonador intuirse destapado ante las molduras
de la vida adulta. No sé nada de lo que está ahí fuera y lo de ahí fuera no
sabe nada de mí, con una diferencia: a lo de ahí fuera no le importa una mierda
quién sea yo.
Me espesa la sangre pensar en ese ahí fuera como en un ente con tendencias arbitrarias, porque eso
hace que el bienestar se intuya como una barra de hierro ardiendo. Tratar de
agarrarlo implica no tenerlo, me figuro. Supongo que vivir, llegados a este
punto, consiste en aparentar seguridades constantemente, en empoderarse frente
a las circunstancias una y otra vez. Me preocupa no ser capaz de hacerlo.
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